martes, 14 de junio de 2016

Historias de fútbol

Una mirada atrás siempre nos proporciona el consuelo que necesitamos. Cuando el calor se hace evidente y salir a la calle se convierte en una auténtica proeza recordamos, cada año par, que un puñado de futbolistas hipoteca sus vacaciones, avalados por la ilusión de todo un país, para marcharse a cualquier rincón del globo para reunirse con la flor y nata del deporte rey. Uno, que aún no se ha repuesto de los éxitos o los fracasos del club por el que se desvive, se da cuenta que tiene una segunda oportunidad, materializada en sedes, himnos y sueños.

Debido al formato clásico de este tipo de torneos, no nos es difícil situar los precedentes. De dónde venimos y a qué aspiramos. Con quién vamos a disfrutar cuando ruede el balón pero también, con quién lo hicimos dos años atrás, cuando por primera vez en setenta y dos meses recuperamos las lágrimas en detrimento de los gritos de júbilo. Al fin y al cabo es eso. Para la regularidad y la monotonía ya tenemos trofeos similares temporada tras temporada con los nombres de los ganadores grabados desde un principio. Pero el verano es nuestro. El fútbol estival es la infancia que dejamos en nuestras calles cuando nuestros padres nos gritaban que iba a comenzar el partido de España. En Inglaterra, Bélgica o Portugal. El lugar carecía de importancia desde el epicentro de tu mundo: el sofá de casa rodeado por los tuyos. Todos hemos cambiado mientras el fútbol seguía ahí.

Mi abuelo lloró con Arconada y el balón más traicionero de la historia. Mi padre lloró al no poder intermediar entre Julio Salinas, Luis Enrique y Mauro Tassotti. Y yo lloré cuando vi a Zubizarreta acompañar con la mirada un cuero que iba acompañado de un billete de vuelta a casa. Pero también lloré en Johannesburgo, después de casi ciento veinte minutos de agonía, de un tobillo prudente y de un silencio atronador. En aquel momento un país entero se dio cuenta de lo que pasó por alto un par de años antes: la Historia es un ciclo de lágrimas, aunque unas veces corren bajo un abrazo de consuelo y otras, tras un mar de alegría.



Moacir Barbosa, triste protagonista en la final de 1950, murió hace dieciséis años, convertido en villano durante medio siglo por un crimen que no cometió. Es el fiel reflejo de aquel tópico que señala que el fútbol es más que un deporte. Es una forma de entender la vida. Una manera de medir el tiempo y de situarse frente a lo que está por venir. Es una larga prórroga donde mente y cansancio pugnan por sobrevivir. Es pasar por el Arco del Triunfo, no importa en qué estación del año, y ver allí la silueta de un argelino erigido como héroe de Saint-Denis y de toda Francia. 

La conciencia histórica es tan especial que te permite volver a casa después de un par de meses o de cuatro años, sentarte frente a la televisión o alrededor de la radio, junto a los tuyos y recordar a Alcides Ghiggia, a Pelé, a Maradona y a Cruyff. Vivir como si fuera ayer el sabor amargo de una goleada a Bulgaria, acompañar el golpeo de Wiltord en el tiempo de descuento de una final y poner los ojos como platos viendo a un griego levantar un trofeo. El fútbol es compartir la impotencia y la rabia de Helguera sin importar cuántos miles de kilómetros medien entre vosotros; blasfemar "joder, otra vez igual que siempre" y aislarte del mundo. Pero también es convertir Viena en un punto de peregrinación, asociar las "bubuzelas" con Albacete y ser los últimos en regresar de Kyev.

La vida pasa entre campos de albero y tapetes verdes e inmaculados con un himno de fondo, presidiendo sueños y esperanzas. Desde que fantaseas con protagonizar el partido del siglo hasta que te das cuenta de que sin tus compañeros no hay éxito posible. El futbolista sabe que está escribiendo la siguiente página de un libro centenario, cuya lectura se antoja como el único remedio para olvidar los obstáculos de cada día. Se enfunda una camiseta hecha con hilo de cada hogar y es capaz de representar a toda a una nación. Comparte el calor contigo  y juntos, ignoráis el tiempo que ha pasado desde la última vez que fabricásteis una sonrisa.

lunes, 6 de junio de 2016

El café

La simple visión de aquella calle larga y empedrada le agotaba. Llevaba horas caminando, sin rumbo fijo, y la agradable temperatura que reinaba en la ciudad cuando salió de casa se estaba tornando poco a poco en un sofocante calor, propio de la estación estival. A pesar de ello apretó el paso. Ante la idea de regresar a casa, que apenas estaba a dos kilómetros de distancia, decidió sentarse en algún lugar a tomar algo. Un lugar abierto, sin cuatro paredes que lo asfixiaran y sin nadie a quien tener que dar explicaciones.

No tardó más de cinco minutos en encontrar un bar con unas mesas dispuestas al aire libre que satisficiera sus necesidades. Una hilera de mesas de metal se apilaba bajo blancas sombrillas, entre las cuales mediaban parterres que pedían a gritos un poco de agua para sus lastimeros inquilinos. Las sillas, de metal también, hacían un ruido desagradable al ser manipuladas, pero aquello era la menor de sus preocupaciones. Oteó una mesa libre en uno de los extremos del recinto y se dirigió hacia ella, tomando asiento y haciéndole señas al primer camarero que vio para que le llevara un café con leche. Una bebida fría le sentaría mejor pero necesitaba mantenerse despierto. Al fin y al cabo tenía mucho sobre lo que pensar y trabajo por hacer.

Mientras esperaba que el camarero volviese con su pedido, rebuscó en los bolsillos de sus desgastados vaqueros buscando su reproductor MP3. Una vez encendido, una lista de canciones antiguas empezó a sonar de forma aleatoria. En el momento en el que estaba tratando de reconocer la primera canción llegó su café. Dos sobres de azúcar y un monótono movimiento circular con la cucharilla sirvieron para dejarlo a su gusto. Un largo soplido y un breve sorbo. Aquella pista de reproducción le gustaba, no entendía por qué llevaba tanto tiempo sin seleccionarla. Una canción tras otra se fueron sucediendo hasta que su mirada se perdió en el horizonte, donde una fuente salpicaba a las palomas que se situaban alrededor buscando comida.

No supo cuánto tiempo pasó allí, solo que se sorprendió a sí mismo observando a la única otra persona que se encontraba sin compañía en aquella terraza: una mujer morena, de tez pálida y suaves manos cuyos dedos rodeaban una humeante infusión. A su lado, un libro cuya portada no alcanzó a identificar y un teléfono móvil. Ella también miraba hacia ningún lugar. Unos niños corrían y saltaban a unos metros de distancia; el alboroto que producían apenas parecía llegar a los oídos de aquella mujer. Probablemente habría querido aprovechar el espléndido día tomando algo mientras devoraba el último libro que había caído en sus manos, elucubró él. Recuerdos y pensamientos habrían acudido a su mente, haciendo imposible la lectura, hasta que ella, rindiéndose ante la evidencia, había optado por un descanso contemplativo.

La música seguía sonando. En ese momento, una canción lo transportó al pasado, concretamente tres años atrás. Era de noche y un autobús descendía por el mapa geográfico. Todos los viajeros dormían, o al menos parecían hacerlo. Un auricular reposaba en su oído derecho, mientras que el otro, se deslizaba hacia su pecho, donde permanecía en el oído izquierdo de su acompañante, a la cual rodeaba con un brazo protector. El café estaba frío.

Volvió a centrar su mirada en la mujer de enfrente, que seguía con la mirada perdida sin darse cuenta de que su infusión estaba corriendo la misma suerte que el café con leche. Una mirada mas concienzuda reveló unos ojos vidriosos, donde las lágrimas parecían estar a punto de desbordarse. Es posible que hubiera discutido con alguien. Eso explicaría el hecho de tener el teléfono móvil cerca, a la vista, a pesar de tener un pequeño bolso blanco descansando en el regazo. Quizás el libro era solo un pretexto para no hacer lo que estaba haciendo.

La curiosidad fue en aumento. No pudo evitar pensar en la historia de aquella mujer mientras la música seguía llegando a través del reproductor MP3, como un goteo incesante de nostalgia. Pensó que la mujer esperaba una llamada. La voz de alguien a quien no quería escuchar pero que a su vez lo necesitaba. Sus dedos ya no rodeaban el vaso sino que, unidos en un puño, sostenían descaradamente su barbilla. La panorámica que observaba parecía ser hipnótica, manteniéndola en un estado de letargo del cual parecía no quería salir jamás. Sí, definitivamente estaba pensando en alguien.

En ese punto tenía la mirada fija en ella sin ningún tipo de consideración. Ahora sonaba una canción que le hacía recordar al olor del pergamino, de la pasta de dientes y del césped recién cortado. Seguramente ella había sufrido un flechazo, y cuando las primeras semanas de flagrante ensimismamiento habían pasado se encontraba en una encrucijada de la que no podía salir. Una decisión fácil de tomar pero de difícil ejecución. Tal vez esa llamada que parecía esperar la sacara de dudas. Convertiría su melancólico y precioso rostro en un puñado de sonrisas que secaran de un plumazo sus húmedos ojos de color azabache. 

Sí, aquella historia tenía sentido. No podía ser de otra forma. Por segunda vez desde que se había fijado, ella cruzó las piernas. Su pie derecho se movía arriba y abajo, al compás del ritmo que solo él podía escuchar, haciendo de las curvas de sus estilizadas piernas un acertijo más para la historia que se estaba escribiendo en su cabeza. Ninguna persona debería llorar de esa manera. No era un llanto brusco que la hiciera gimotear, sino una hilera de lágrimas perladas que, poco a poco, iban descubriendo sus mejillas hasta morir en la mano sobre la que reposaba su cabeza. Dejaba entrever una pena que haría estremecerse a cualquiera, aunque desconociera la causa.

De repente, sin previo aviso, pestañeó y tomó consciencia de dónde estaba. Con un ágil movimiento cogió el libro y el teléfono móvil y se levantó mientras dejaba sobre la mesa el importe de la bebida que nunca llegó a probar. Él sintió ganas de levantarse, de decirle algo, pero la música había embotado su cerebro, hasta tal punto que no podía gesticular ni una sola palabra. Con pena por aquella historia que nunca sabría la vio alejarse por la plaza que había frente al bar, pensando en la conversación que no había tenido. También se levantó.

Pero no se movió del sitio. Se descubrió palpándose las mejillas, en busca de un pequeña lágrima. Ahora era él quien tenía los ojos vidriosos. O quizás habían sido sus ojos en todo momento y no los de ella los que se derramaban en silencio. Las elucubraciones sobre la historia de aquella mujer no eran más que una mirada atrás, hacia su propio pasado. Con el pretexto de aquella solitaria figura sentada a unas cuantas sillas de distancia, había proyectado todo lo que venía rondando su cabeza desde la noche anterior. El motivo por el que había salido a la calle aquella mañana para caminar sin más, sin destino ni propósito, solo para pensar. Se había equivocado. Claro que conocía la historia. Esa historia que se esforzaba en inventar y dotar de verosimilitud era suya, desde un principio. Aquella escena, de pie en la terraza, rodeado de una multitud pero sintiéndose más solo que nunca no era más que la última página del libro que se empeñaba en escribir con trazos errantes e irregulares. Una sucesión de canciones que significaban demasiado y un café que se había enfriado de tanto esperar.

martes, 12 de abril de 2016

La prisa y la pausa

Vivimos en una sociedad demasiado acelerada como para permitirnos el lujo de pararnos a reflexionar. Parar el reloj, el tiempo que sea necesario, para echar un vistazo al camino que hemos recorrido, hacia dónde nos ha conducido y a dónde pretendemos que nos lleve a partir de ahora. Una hoja de ruta que obedece a un estilo de vida predeterminado, donde parece que la masa social te obliga a cumplir ciertos requisitos para completar una etapa de nuestras vidas. Somos incapaces de poner en práctica aquello que decimos hasta la saciedad pero que en realidad no terminamos de creerlo: cada persona es un mundo y cada forma de vivir la vida depende de uno mismo.

Glorieta de Bécquer, Plaza de España, Sevilla

El pensamiento colectivo está supeditado a la edad. Ese enorme reloj de arena cuyos granos van cayendo uno a uno a velocidad de vértigo, emitiendo un sonido que no podemos ignorar y que nos empuja a precipitarnos hacia decisiones que quizá requieren mayor tiempo de reflexión. Yo prefiero pararme. Sentarme en un lugar tranquilo, con un café por delante y recordar todo aquello que merece la pena ser recordado. Los lugares que he visitado y han dejado misceláneas imborrables en mi memoria, las cosas que he ido aprendiendo por las buenas y por las no tan buenas, las personas a las que he conocido y que han plasmado su huella en cada parte de mí.

Son las relaciones con las personas las que, al fin y al cabo, te hacen ser lo que eres. Este sentimiento se acentúa cuando cierras una etapa de tu vida, con la esperanza de ir hacia adelante pero con la tranquilidad de que puedes mirar hacia atrás, sin remordimientos y sin cuentas pendientes. Sin rencores y sin reproches. Cada persona, al igual que cada lugar aporta algo. Todos hemos tenido la sensación de nostalgia al recorrer caminos que una vez dejamos de apreciar por la monotonía pero que, una vez tenemos la perspectiva que da el paso del tiempo, vemos con otros ojos. Una suerte de memoria gráfica que nos sorprende recordando momentos pasados mientras, quién sabe, una lágrima nos recuerda que nunca volveremos a ese instante.

El ritmo vertiginoso impuesto por esta nueva sociedad devora todas esas interacciones que nos permiten ver quién somos realmente. Merece la pena pararse de vez en cuando, tomarnos un tiempo para sacudir el polvo de nuestros zapatos y recordar la primera vez que nos perdimos por las calles de aquella ciudad especial, las primeras palabras que nos dirigió una persona que en aquel momento era una desconocida y hoy no nos imaginamos la vida sin ella; el primer trabajo realizado satisfactoriamente, la frase con la que comienza nuestro libro favorito o lo que es capaz de evocarnos una canción determinada. Detenernos, apagar el móvil e ignorar el reloj. Y una vez que el tiempo carece, paradójicamente, de valor recordar para nunca olvidar la primera sonrisa de todas aquellas personas que nunca se irán porque, a pesar del paso de los años y los kilómetros de distancia, esas sonrisas somos nosotros mismos.