domingo, 29 de marzo de 2015

Amanece en Manchester (III)

Probablemente Shaw no sea el lugar más bonito e idílico de Europa. Nadie lo elegiría como destino turístico, y más teniendo tan cerca lugares como Birminghan, Leeds, Liverpool o el propio Manchester. Aun así, su distribución y arquitectura propiamente británica tienen un aire especial. Al fin y al cabo, cuando pasas tanto tiempo en un lugar aprendes a valorar detalles que se pueden escapar a simple vista y Shaw, tiene muchos detalles.

Un pueblo de unos 21.000 habitantes aproximadamente perteneciente a Oldham, localizado en Greater Manchester. A unos 15 minutos en coche de la ciudad más grande del norte del país pero a casi una hora del mismo lugar si optas por el tortuoso transporte público. Shaw se deja influir por el estilo de vida propio de Manchester: trabajadores que prefieren hacer su vida en casas adosadas en detrimento de los colosales edificios del centro de la ciudad, atascos de ida y vuelta para poder disfrutar de una vida tranquila y sosegada en el anillo urbanístico que rodea la gran ciudad,

A primera vista sorprende su aire decimonónico. Después de todo, Shaw, como el resto de ciudades y pueblos de la mitad superior de Inglaterra, se vio inmersa en el amplio proceso que comprende la Revolución Industrial. La apertura de incontables fábricas de algodón a principios del siglo XIX impulsó de manera fulgurante el estilo de vida de sus habitantes. A día de hoy quedan muchas pruebas de esa crucial parte de la historia de este país -y de Europa-. Los avances tecnológicos han hecho que los edificios que antes solían albergar maquinaría textil ahora tengan otros usos. Uno de ellos es ahora hogar de una conocida empresa de correo mientras que otro es un inmenso supermercado. Como es costumbre, todos ellos han sido completamente reformados en su interior, dotándolos de las modernidades que ahora disponemos, pero siempre respetando la estructura y la fachada original. Resulta curioso, porque podemos entrar en un edificio de ladrillo rojo con enormes chimeneas circulares de aspecto vetusto para encontrarnos con el más moderno de los gimnasios.

La gente suele preguntarme porqué decidí vivir en Shaw y no en la cercana Manchester. Me lo preguntan con cierta compasión en la mirada, como si mi decisión fuese más un castigo tirando a condena que un simple caso de prioridad. La mayoría de sus habitantes sienten que viven aislados de una ciudad tan viva y tan provista de diversión como puede ser Manchester. Nada más lejos de la realidad. Creo que los más de 40 minutos de incontables paradas de metro o bus son un precio justo por la tranquilidad que se puede hallar en este lugar. Cerca y a la vez lejos de una de las ciudades más cosmopolitas de Europa. Como dije antes es cuestión de prioridades. Shaw es el lugar perfecto para empaparte de la cultura y el idioma inglés. En Manchester puedes tomarte una cerveza en un abarrotado pub, ir de compras a un monstruoso centro comercial y volver a casa sin cruzarte con algún inglés. Esa rutina no es para mí.
Crompton War Memorial, Shaw and Crompton

Una de las cosas que más me llamó la atención de este lugar es su excelso patriotismo. Un enorme monumento en nombre de los habitantes de la zona caídos en la Primera Guerra Mundial lo demuestra. Sus habitantes presumen orgullosos de sus antepasados, que dieron la vida para garantizar el futuro de las generaciones venideras frente al acoso extranjero. Al igual que en el resto de Inglaterra, el momento cumbre de este ensalzamiento llega cada 11 de noviembre, cuando a las 11:00 de la mañana (puntualidad inglesa) se guardan dos emotivos minutos de silencio por los mencionados fallecidos. Shaw se para. Deja de latir durante dos minutos, entre millones de amapolas rojas, para recordar un día más a esos valerosos seres humanos.

Shaw and Crompton no es el lugar donde los viajeros sueñan con hacer una parada. Para colmo, su meteorología es incluso un punto peor que la de Manchester. Con todo ello, merece mención. Mi día a día pertenece a sus calles, a sus amables vecinos que siempre tienen una sonrisa reservada pese al cielo gris, a su ambiente británico. Pase lo que pase a partir de mañana, siempre recordaré que durante una etapa de mi vida lo primero que veía al despertar eran verdes colinas y ladrillos intensamente rojos. Después de todo, Shaw también merece una mención.

sábado, 21 de marzo de 2015

Tarde o temprano (I)

El vagón de aquel tren era acogedor, quizá demasiado. Era uno de esos vagones que solo tienen espacio para un par de mullidos asientos, situados uno enfrente del otro, con apenas un metro entre ambos. La puerta corredera que daba acceso al pasillo estaba totalmente cerrada, cercada a cualquier intrusión. Estaba provista de una vidriera ahumada, la cual no permitía la perfecta visibilidad en ninguna de las dos direcciones. Ese detalle le gustaba. Siempre había sido un descarado amante de la intimidad, llevada a tal punto que se podría confundir con la soledad. La alternancia entre ambas y no saber dirimir entre ellas le causaba un leve desasosiego. A su derecha, tenía una gran ventana, lo bastante ancha para que nunca se cansara del paisaje. Esa sucesión de naturaleza y cielo a partes iguales difuminadas por la velocidad del tren le mantuvo distraído durante unos cuantos kilómetros. No más.



Con su antebrazo grácilmente posado en el reposabrazos se dedicaba a acariciar con sus dedos el final del mismo. Una pequeña placa de metal apuntalada con un tornillo que ponía fin al revestimiento de terciopelo fue su entretenimiento durante varias horas que parecieron minutos, instantes. Tenía la mirada perdida en el horizonte. Mirándolo todo sin poder ver nada. Ni siquiera el sofocante ambiente dentro del vagón podía distraerle de su ensimismamiento. Una sucesión de imágenes, frases y recuerdos danzaban en su mente, sin orden ni concierto. Le habría gustado poder centrarse en otra cosa pero esa tarea, en ese momento, parecía fuera de su alcance. Prueba de ello era el raído libro que descansaba en el asiento vació de al lado. Un papel doblado tres veces a modo de marcapáginas había sido testigo de su falta de concentración. Tras un vano intento de focalizar su atención en aquel ejemplar pulcramente encuadernado, se había descubierto releyendo una otra vez la misma línea sin ser capaz de saber sobre qué hablaba. Estaba claro que los viajes en tren promovían su nostalgia en detrimento de su amor por la lectura.

No podía creer que todo hubiese acabado. Una parte de su vida había volado sin darse cuenta. En ocasiones pensaba que había sido la etapa más feliz y más fructífera de su vida, otras, en cambio, se martirizaba creyendo que había sido demasiado rápido como para poder paladearla con más ahínco. Sea como fuere eso ya no importaba. Lo que en su momento pensó que era su palpitante y lleno de vida presente se había convertido de la noche a la mañana en parte de su pasado. Como las páginas de un viejo libro que dejas atrás. Unas páginas que volver a leer con ansias y con una leve sonrisa en los labios pero también con unos ojos humedecidos amenazando con desprender una lágrima. 

Siempre sería ella. La protagonista de ese momento de su vida. Un café llenó de frases vacías y tópicos no hacía justicia a todo lo vivido. A la espiral de sentimientos y emociones a la que ella lo había sometido. No era un digno telón para tal obra. Pero era la realidad. El tiempo fue enfriando sus encuentros hasta convertirlos en meros automatismos como respirar o andar. Todo lo que en su día pareció fascinante y nuevo se convirtió, silenciosamente, en un rutina que acabó por consumirlo todo. Por un lado ambos temían aquel lento proceso aunque por otro lado era anhelado. Fue tan breve y tan intenso que parecía una quimera seguir recordándolo todo con tal nitidez. Otras historias quizá fueron más largas pero ninguna fue -ni sería-, más intensa, más suya.

Sus característicos rasgos seguían bailando ante sus ojos, proyecciones de su recuerdo que se negaba a dejar caer en el olvido algo tan bello. Su marmórea belleza insuflaba oxígeno en sus cansados pulmones. El aroma de su pelo en cada abrazo seguía estando ahí, como si ella se hallase frente a él en ese mismo momento. El sonido de su risa danzaba en sus oídos, mezclado con el granulado sonido del tren deslizándose sobre las férreas vías. No importaba qué parte fuese real y cuál producto de sus memorias. Sus ojos, cerrados desde hacía tiempo, no podía dejan de verla. Unos ojos que habían disfrutado de cada facción de su cuerpo, que se habían deleitado con cada pequeña arruga que se formaba en su frente en cada gesto que le dedicaba, que nunca podrían ser capaz de dejar de buscar su contorno en cada figura que divisaban. Esos ojos, que habían visto mil atardeceres en varios rincones del continente, briznas de hierba en los más remotos e idílicos parajes donde solo existían ellos o incluso granos de arena en una playa perdida y solitaria. Esos mismos ojos que un día podrán decir que vieron afamadas obras de arte en populares museos o imperiales construcciones tan longevas que serían capaces de competir con los manuscritos, también podrán afirmar que pudieron contemplarla a ella.

El tren fue reduciendo gradualmente su velocidad y él abrió los ojos. Escapó de ese breve sueño del que había estado preso sin siquiera haber estado dormido. Lentamente se desperezó y echó un último vistazo a la ventana, que ahora dejaba ver una bizarra estación abarrotada de gente que no podían imaginarse ni por un solo momento lo honda que era su tristeza. Abrió la puerta y salió del vagón. Tras dar apenas un par de pasos se giró y cerró la puerta, como si con aquel nimio gesto pudiese dejar sus recuerdos allí dentro, en aquel viejo vagón esperando a su próximo inquilino para poner rumbo al siguiente destino. Aquello era una tarea imposible, él lo sabía, aun así lo hizo sin dudar. Y con paso lento se dirigió hacia la salida, expectante y a la vez reticente, donde un nuevo presente le esperaba,