martes, 12 de abril de 2016

La prisa y la pausa

Vivimos en una sociedad demasiado acelerada como para permitirnos el lujo de pararnos a reflexionar. Parar el reloj, el tiempo que sea necesario, para echar un vistazo al camino que hemos recorrido, hacia dónde nos ha conducido y a dónde pretendemos que nos lleve a partir de ahora. Una hoja de ruta que obedece a un estilo de vida predeterminado, donde parece que la masa social te obliga a cumplir ciertos requisitos para completar una etapa de nuestras vidas. Somos incapaces de poner en práctica aquello que decimos hasta la saciedad pero que en realidad no terminamos de creerlo: cada persona es un mundo y cada forma de vivir la vida depende de uno mismo.

Glorieta de Bécquer, Plaza de España, Sevilla

El pensamiento colectivo está supeditado a la edad. Ese enorme reloj de arena cuyos granos van cayendo uno a uno a velocidad de vértigo, emitiendo un sonido que no podemos ignorar y que nos empuja a precipitarnos hacia decisiones que quizá requieren mayor tiempo de reflexión. Yo prefiero pararme. Sentarme en un lugar tranquilo, con un café por delante y recordar todo aquello que merece la pena ser recordado. Los lugares que he visitado y han dejado misceláneas imborrables en mi memoria, las cosas que he ido aprendiendo por las buenas y por las no tan buenas, las personas a las que he conocido y que han plasmado su huella en cada parte de mí.

Son las relaciones con las personas las que, al fin y al cabo, te hacen ser lo que eres. Este sentimiento se acentúa cuando cierras una etapa de tu vida, con la esperanza de ir hacia adelante pero con la tranquilidad de que puedes mirar hacia atrás, sin remordimientos y sin cuentas pendientes. Sin rencores y sin reproches. Cada persona, al igual que cada lugar aporta algo. Todos hemos tenido la sensación de nostalgia al recorrer caminos que una vez dejamos de apreciar por la monotonía pero que, una vez tenemos la perspectiva que da el paso del tiempo, vemos con otros ojos. Una suerte de memoria gráfica que nos sorprende recordando momentos pasados mientras, quién sabe, una lágrima nos recuerda que nunca volveremos a ese instante.

El ritmo vertiginoso impuesto por esta nueva sociedad devora todas esas interacciones que nos permiten ver quién somos realmente. Merece la pena pararse de vez en cuando, tomarnos un tiempo para sacudir el polvo de nuestros zapatos y recordar la primera vez que nos perdimos por las calles de aquella ciudad especial, las primeras palabras que nos dirigió una persona que en aquel momento era una desconocida y hoy no nos imaginamos la vida sin ella; el primer trabajo realizado satisfactoriamente, la frase con la que comienza nuestro libro favorito o lo que es capaz de evocarnos una canción determinada. Detenernos, apagar el móvil e ignorar el reloj. Y una vez que el tiempo carece, paradójicamente, de valor recordar para nunca olvidar la primera sonrisa de todas aquellas personas que nunca se irán porque, a pesar del paso de los años y los kilómetros de distancia, esas sonrisas somos nosotros mismos.