sábado, 21 de marzo de 2015

Tarde o temprano (I)

El vagón de aquel tren era acogedor, quizá demasiado. Era uno de esos vagones que solo tienen espacio para un par de mullidos asientos, situados uno enfrente del otro, con apenas un metro entre ambos. La puerta corredera que daba acceso al pasillo estaba totalmente cerrada, cercada a cualquier intrusión. Estaba provista de una vidriera ahumada, la cual no permitía la perfecta visibilidad en ninguna de las dos direcciones. Ese detalle le gustaba. Siempre había sido un descarado amante de la intimidad, llevada a tal punto que se podría confundir con la soledad. La alternancia entre ambas y no saber dirimir entre ellas le causaba un leve desasosiego. A su derecha, tenía una gran ventana, lo bastante ancha para que nunca se cansara del paisaje. Esa sucesión de naturaleza y cielo a partes iguales difuminadas por la velocidad del tren le mantuvo distraído durante unos cuantos kilómetros. No más.



Con su antebrazo grácilmente posado en el reposabrazos se dedicaba a acariciar con sus dedos el final del mismo. Una pequeña placa de metal apuntalada con un tornillo que ponía fin al revestimiento de terciopelo fue su entretenimiento durante varias horas que parecieron minutos, instantes. Tenía la mirada perdida en el horizonte. Mirándolo todo sin poder ver nada. Ni siquiera el sofocante ambiente dentro del vagón podía distraerle de su ensimismamiento. Una sucesión de imágenes, frases y recuerdos danzaban en su mente, sin orden ni concierto. Le habría gustado poder centrarse en otra cosa pero esa tarea, en ese momento, parecía fuera de su alcance. Prueba de ello era el raído libro que descansaba en el asiento vació de al lado. Un papel doblado tres veces a modo de marcapáginas había sido testigo de su falta de concentración. Tras un vano intento de focalizar su atención en aquel ejemplar pulcramente encuadernado, se había descubierto releyendo una otra vez la misma línea sin ser capaz de saber sobre qué hablaba. Estaba claro que los viajes en tren promovían su nostalgia en detrimento de su amor por la lectura.

No podía creer que todo hubiese acabado. Una parte de su vida había volado sin darse cuenta. En ocasiones pensaba que había sido la etapa más feliz y más fructífera de su vida, otras, en cambio, se martirizaba creyendo que había sido demasiado rápido como para poder paladearla con más ahínco. Sea como fuere eso ya no importaba. Lo que en su momento pensó que era su palpitante y lleno de vida presente se había convertido de la noche a la mañana en parte de su pasado. Como las páginas de un viejo libro que dejas atrás. Unas páginas que volver a leer con ansias y con una leve sonrisa en los labios pero también con unos ojos humedecidos amenazando con desprender una lágrima. 

Siempre sería ella. La protagonista de ese momento de su vida. Un café llenó de frases vacías y tópicos no hacía justicia a todo lo vivido. A la espiral de sentimientos y emociones a la que ella lo había sometido. No era un digno telón para tal obra. Pero era la realidad. El tiempo fue enfriando sus encuentros hasta convertirlos en meros automatismos como respirar o andar. Todo lo que en su día pareció fascinante y nuevo se convirtió, silenciosamente, en un rutina que acabó por consumirlo todo. Por un lado ambos temían aquel lento proceso aunque por otro lado era anhelado. Fue tan breve y tan intenso que parecía una quimera seguir recordándolo todo con tal nitidez. Otras historias quizá fueron más largas pero ninguna fue -ni sería-, más intensa, más suya.

Sus característicos rasgos seguían bailando ante sus ojos, proyecciones de su recuerdo que se negaba a dejar caer en el olvido algo tan bello. Su marmórea belleza insuflaba oxígeno en sus cansados pulmones. El aroma de su pelo en cada abrazo seguía estando ahí, como si ella se hallase frente a él en ese mismo momento. El sonido de su risa danzaba en sus oídos, mezclado con el granulado sonido del tren deslizándose sobre las férreas vías. No importaba qué parte fuese real y cuál producto de sus memorias. Sus ojos, cerrados desde hacía tiempo, no podía dejan de verla. Unos ojos que habían disfrutado de cada facción de su cuerpo, que se habían deleitado con cada pequeña arruga que se formaba en su frente en cada gesto que le dedicaba, que nunca podrían ser capaz de dejar de buscar su contorno en cada figura que divisaban. Esos ojos, que habían visto mil atardeceres en varios rincones del continente, briznas de hierba en los más remotos e idílicos parajes donde solo existían ellos o incluso granos de arena en una playa perdida y solitaria. Esos mismos ojos que un día podrán decir que vieron afamadas obras de arte en populares museos o imperiales construcciones tan longevas que serían capaces de competir con los manuscritos, también podrán afirmar que pudieron contemplarla a ella.

El tren fue reduciendo gradualmente su velocidad y él abrió los ojos. Escapó de ese breve sueño del que había estado preso sin siquiera haber estado dormido. Lentamente se desperezó y echó un último vistazo a la ventana, que ahora dejaba ver una bizarra estación abarrotada de gente que no podían imaginarse ni por un solo momento lo honda que era su tristeza. Abrió la puerta y salió del vagón. Tras dar apenas un par de pasos se giró y cerró la puerta, como si con aquel nimio gesto pudiese dejar sus recuerdos allí dentro, en aquel viejo vagón esperando a su próximo inquilino para poner rumbo al siguiente destino. Aquello era una tarea imposible, él lo sabía, aun así lo hizo sin dudar. Y con paso lento se dirigió hacia la salida, expectante y a la vez reticente, donde un nuevo presente le esperaba,

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