sábado, 6 de junio de 2015

Pedir peras al olmo

Pobre de mí al pensar que un funcionario que desempeña su ardua labor en una biblioteca municipal tendría cierto apego por los millones de páginas e historias que rodean su día a día. El colmo de los colmos, como si de un mal chiste vespertino se tratase, es acercarse a la única instalación disponible en una región habitada por casi 150.000 habitantes con la intención de darse de alta y de paso sacar algún ejemplar apetecible a la vista y al intelecto. Los funcionarios que allí habitan, en esa jungla de papel, le hacen el mismo honor a los libros que los borrachos al buen vino. Quizá en estos días en que los pactos políticos, los alcaldes y presidentes que renuncian y las tonadilleras que salen de prisión están de rabiosa actualidad, pedir que un funcionario que trabaja ocho horas al día en una biblioteca sienta cierto interés por la palabra escrita sea como pedirle peras al olmo.

Y allí estaba ella. Mirada altiva y andar prepotente justo antes de sentarse en su silla giratoria para aporrear las teclas sin ton ni son, como el que muele pimienta. Dar de alta a un ciudadano es una tarea demasiado tediosa en pleno junio, donde el calor es excusa para la inactividad y la holgazanería aunque se tenga un aparato de aire acondicionado apuntando a la nuca como si de un francotirador se tratase. Preguntas repetidas hasta la saciedad aunque la respuesta haya sido clara y concisa, apatía por la labor que se está realizando, o al menos, que se supone que debería estar realizando son su modus operandi. No tiene pérdida. Sientes que has ido allí a amargarle la jornada laboral, y de paso interrumpes su lectura del "Hola" para desasosiego del personal. Aunque observado el cariz que torna la conversación, uno duda de que estuviera leyendo. Quizá solo estuviese observando las imágenes.

No contenta con fracasar en su empresa de rellenar un formulario: no hay ninguno disponible, la fotocopiadora no tiene tinta, no sé dónde se ha metido mi compañero,...la simpática señora decide amenizar la mañana charlando con los inocentes clientes. Te cuenta que una vez hubo alguien que quiso extender el préstamo de un libro -¿para qué diablos querría alguien tener un libro en su casa más de quince días?, ¿tan cojo estaba el sofá?-. Lo preocupante es que adopta el mismo tono que el científico que explica que una vez hubo dinosaurios en el planeta Tierra. Se enorgullece de haber estado presente en tan reseñable hito. Sin expectativas de completar su trabajo comenta que existe una leyenda que narra el extraordinario caso de un libro que tuvo lista de espera -no, no era el Quijote-. Mi mente poco dada a creer sucesos paranormales no dio crédito a tal relato de la bibliotecaria, por supuesto.

Ya tenía su púbico. Se sentía la protagonista de la habitación y se venía cada vez más arriba por momentos. Tanto es así, que se atreve a ensalzar a Maribel Verdú por su magnífica interpretación en Los girasoles ciegos. Imagínense su fervor cuando descubrió que había una novela homónima, casualmente. Testimonio propio, los libros y los detalles no son para ella. Donde esté una buena película, sus palomitas y su bebida gaseosa que se quiten esos andrajosos trozos de papel. Alberto Méndez se remueve en su tumba. En fin, me parecen muy triste muchas cosas pero muchas de ellas acontecieron en aquel lugar al que considero de culto, mancillado por gente sin vocación y con pocas ganas de trabajar. Y todo ello en 45 minutos. Ni que decir tiene de que me fui de allí sin ser dado de alta. No por decisión propia, que ganas de huir despavorido no faltaron, sino por incompetencia ajena. Esa señora como tantos otros dormirá esta noche con la sensación del deber cumplido mientras que muchas personas se marchitan como las hojas de los libros que pueblan sus dominios.

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