martes, 11 de noviembre de 2014

Amanece en Manchester

Manchester es gris. Es confuso, caótico, dispar, alternativo, nuevo, añejo y sobre todo gris. Siempre gris. Es sinónimo de lluvia. Es un paso adelante cuando sabes que un paso atrás está igual de prohibido que quedarte parado. Es una noche fría, húmeda y oscura después de la bajada de un puñado de grados. Es un quiero y sí puedo. Es una oportunidad cuando todo parece estar lejos del alcance de tus desalmadas manos. Es una ventana abierta cuando crees que todos las puertas se han ido cerrando una a una, dejándote entre la espada y...bueno, y Manchester.


Cuando las ascuas de una fuego que lleva encendido desde hace demasiado tiempo comienzan a consumirse, exhalando sus últimos instantes de su fugaz vida, aparece ella. Es esa ciudad conocida e inigualable, donde un puñado de trenes y unos cuantos quilates de hojalata hicieron posible un cambio de perspectiva a nivel europeo allá por el siglo de Lord Byron. Su aura no conoce límites geográficos, transgrede fronteras mientras hiende la percepción de todo lo que damos por supuesto. No es posible poner un pie en ella sin sentir que algo grande está sucediendo, que algo ha comenzado justo en ese instante. Es un fenómeno que te hace sentir parte del progreso, siempre en línea recta. Nunca te deja rezagado, al igual que nunca te deja indiferente.

Es gris, sí. Pero tiene el encanto de aquellas cosas que van a contracorriente. Que no se dejan guiar por estímulos externos ni vaivenes descontrolados. El descontrol lo ofrece ella. Es vaho, es rocío, es viento. Todo ello elevado a su máxima expresión. Es una atmósfera que gusta respirar. Un mundo nuevo del que no conoces nada a pesar de creer conocerlo todo. Manchester solo deja ver una porción de sí misma, suficiente para calmar los ansiosos egos, pero solo un minúsculo tanto por ciento de todo lo que tiene que ofrecer.

Sus calles te invitan a pasear, a hacerte preguntas, a simplemente a pararte y observar tu alrededor. Sin prisa. Sin ese bullicio típico de las grandes planicies dominadas por el estrés, las corbatas y el transporte. Una ciudad que tiene cabida para todos, pero que no todos tienen cabida para ella. Puedes pasar de odiarla a quererla durante el mismo tiempo que dura el batir de alas de un colibrí. Pero debes saber que ya no hay vuelta atrás. Cuando superas ese primer resentimiento hacia lo desconocido estás atrapado en la efervescencia de la rutina y de lo nuevo. De lo frenético y lo sosegado. Eres suyo para siempre.

Manchester es un café con leche en una plaza transitada en hora punta. Es el olor penetrante del frío mientras lees un gran clásico español o simplemente el periódico del día. Es ese ángulo donde puedes observar como las personas interactúan sin tener en cuenta su etnia, su idioma o su color de piel. Manchester es igual para todos. Es carente de prejuicios. En ese mismo café puedes sopesar tus vivencias pasadas, con añoranza y lágrimas en los ojos o con el alivio de la superación. También puedes trazar líneas imaginarias en un futuro cercano o no tan cercano. Puedes desahogarte, reír, gritar, llorar, cantar o dejar deslizar una ligera mueca en tu rostro que indique que hoy no ha sido un buen día. Pero esta ciudad siempre tiene una segunda oportunidad aguardando a que seas lo suficientemente valiente para ir a buscarla. Siempre tiene una noche que deje atrás un escamoso día. Y además, siempre amanece en Manchester.

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