viernes, 20 de febrero de 2015

Todo sea por los poros

Hace unos días se me ocurrió la brillante de idea de probar la sauna. Esa habitación tosca y parca que adorna los vestuarios de cualquier gimnasio. Viéndola desde fuera da la sensación de que sobraba sitio cuando estructuraron dicha habitación y tuvieron que elegir entre una barra americana o una sauna finlandesa. Ya os lo digo yo: eligieron mal.


Según tengo entendido, el propósito principal de ese elemento que parece simular un camarote de un buque dieciochesco es liberar toxinas y activar la circulación sanguínea mediante la rápida sudoración. Y tan rápida. Cuando por primera vez, tras semanas de miradas furtivas, me armé de valor para acercarme, vi que tenía un regulador de temperatura. Hecho que me preocupó bastante pues dicho accesorio está al alcance de cualquiera; tanto el que quiera un ratito de intimidad con sus poros o como el que anhela conocer qué se siente cuando te acercas demasiado a los aposentos de Satanás.

Pero que no cunda el pánico. Al menos, la sauna a la que tengo acceso, va equipada con un folio A4 apaisado que nos advierte a tamaño medio (yo lo habría puesto un poco más ampliado) que usar la habitación a más de 45 grados puede provocar problemas cardiovasculares. Menos mal. Siempre podemos confiar en la buena fe de la gente.

Aliviado por dicha advertencia procedí mi incursión en terreno desconocido. La ajusté a 30 grados y abrí la puerta. Una ola de calor me golpeó en la cara como cuando entrabas en el gimnasio del instituto a última hora. Me propuse soportarlo, al fin y al cabo es bueno para la circulación, sí. Me senté e intenté pensar en otras cosas. Distraer la mente, que se dice. Con esa temperatura lo único que se te puede llegar a venir a la mente son escenas de películas u obras literarias en las que un calor sofocante está latente. Con la primera gota de sudor que recorrió mi espalda no pude evitar pensar lo duro que tuvo que ser la travesía por el árido desierto de Aladdín o Tony Stark.

35 grados. La vista se me empezó a nublar. Nunca sabré si mi cuerpo no estaba acostumbrado a ese tipo de climas, si se me empañaron las lentillas o simplemente había demasiado vapor. Sea como fuere recordé las largas caminatas de los personajes de Lost por la húmeda selva, sin una gota de agua y con un final incierto. Yo tenía la salvación a solo metro y medio de mi mano. Solo tenía que levantarme (¿solo?) y caminar hacia la modesta puerta con remates de madera y abrirla. Pero no. Debía aguantar un poco más, por la liberación sanguínea y por la circulación de las toxinas. ¿O era al revés?

40 grados. ¡Qué mal lo tuvieron que pasar Jack y Rose dentro de aquel estrecho autocar en una habitación contigua a las calderas! Giré un perlado brazo para mirar cuánto tiempo llevaba en aquella especie de horno tamaño humano y la esfera del reloj, como mis lentillas, estaba empañada. Ya no recordé más escenas de nada. Lo único que pareció sobrevivir al sopor del momento fue en qué estarían pensando nuestros amigos los finlandenses para malgastar semejante espacio.

En el momento en el que mi instinto de supervivencia se impuso a mi orgullo escapé de aquel infierno. Pensé en cuánto les quedaba por aprender en materia de torturas a esos simpáticos italo-americanos, todos poseedores de cámaras frigoríficas con las que poder torturar a sus víctimas. No sé realmente en qué consiste la liberación de toxinas pero si su salud depende de mi estancia en una sauna, tendré que aprender a convivir con ellas. Con lo saludable que me noto yo la circulación de la sangre en el sofá leyendo un buen libro, vive Dios.

No hay comentarios:

Publicar un comentario