miércoles, 23 de diciembre de 2015

Fragmento 2

Todo es confuso. Cuando uno intenta alejarse del bullicio de la vida diaria, del ritmo frenético del acontecer de los días, de ese espejismo confortable al que llamamos rutina, recupera, parcialmente, la perspectiva sobre dónde está y sobre el camino que ha recorrido. Y a veces, solo a veces, hacia dónde quiere ir. Pero nunca deja de ser confuso. Nunca llegamos a ser objetivos respecto a nuestras experiencias personales. El subjetivismo lo ocupa todo. Inunda nuestra realidad como el agua recorre la desvencijada madera de un barco hundido, a merced del inexorable paso del tiempo. Solo cuando miramos a través de ese cristal empañado al cual conocemos como pasado, somos capaces de valorar nuestro presente, en una odiosa comparación que siempre acaba proclamando como vencedor al primero.



Tengo la costumbre de abordar todas estas cuestiones cuando viajo en el metro cada mañana. Sentado en uno de esos asientos con su longeva tela azul deteriorada por el uso, suelo acomodarme con la mirada perdida en la ventana que queda a mi lado donde una sucesión de paisajes, gasolineras y tiendas pasan ante mí sin llamar mi atención. Normalmente llevo algún libro con el que me entretengo siempre y cuando esa ventana no ejerza su magnetismo sobre mi atención. Es cuando me sumerjo en mis pensamientos cuando más rápido pasa el tiempo, cuando la travesía no se hace monótona, incluso a veces llega a resultar placentera.

En uno de esos días, cuando apenas comenzaba a acomodar la cabeza en el lateral del vagón dispuesto a imbuirme en mis ensoñación diaria, la vi. O creí verla. Apareció frente a mí como una simple desconocida, tomando asiento a unas filas de distancia. Habían pasado bastantes años desde la última vez que nuestras miradas se cruzaron, en aquella inhóspita calle desprovista de su habitual bullicio a causa de las horas intempestivas que nos cobijaban. Podría no ser ella -pensé en ese momento-. Al fin y al cabo las personas cambian, tanto en la realidad como en el plano de nuestros pensamientos. No son líneas paralelas, tan solo creemos que lo son. Nos perdemos en esas vicisitudes y llega un momento en el que no sabemos distinguir entre una imagen real y una distorsionada por nuestra idealización. En eso mismo pensé cuando la vi. Fue un breve segundo, apenas perceptible, porque a continuación la absurda de idea de acercarme tomó el mando. Pero, ¿qué podría decirle? Quizá ella no me recordaba. No quería pensar en ello pero era una posibilidad. Una muy cruel, por cierto. Quizá no recordara aquellos largos paseos por al ciudad que nos vio conocernos. Podría no haber guardado aquellos momentos en el lugar privilegiado en el que los guardé yo, simplemente pudo haberlos desechado, como se hace con aquello que nos sobra, que no nos aporta nada. Pero no podía ser así, de ninguna manera.

Pasaban los minutos, tal vez, o las horas. Quedé suspendido de la imagen de su hermoso perfil como aquel que se deleita durante décadas con el canto de un ruiseñor. Nunca me cansé de mirarla. Si lo hubiera hecho, años después no seguiría recordando aquellos días en los que su mera contemplación me bastaba para sobrevivir. Era mi alimento, mi oxígeno, mi todo. Una historia que parecía que nunca acabaría. Tuvimos nuestros buenos ratos, al igual que los malos, pero solo eran capítulos. No importaba qué pasara entre nosotros, solo necesitábamos pasar la página para volver a empezar, para volver a ser lo que fuimos en un principio, sin aludir a los reproches que nos sobraron ni a las agallas que nos faltaron. Pero la historia sí resultó tener fin.

Pero ¿y si no fue el final? ¿Y si esa coincidencia en la que no creíamos era una oportunidad de redención? El momento idóneo para dejar de imaginar esas líneas supuestamente paralelas y unirlas en un punto que evocara todo lo vivido hasta entonces, idealizado o no. Volverían esas conversaciones hasta que la noche claudicaba, hasta que el sol amenazaba con desvelar el secreto al que tan férreamente nos agarrábamos. Volverían las miradas cómplices, los jeroglíficos para el resto de mortales que para nosotros, sin embargo, tenían tanto sentido como la sucesión de las vocales. Podríamos desenterrar esa sensación que nos hacía mejores personas. Podría oler de nuevo su aroma y llenarme de él. Ese perfume natural que siempre me hacía girar la cabeza, estuviera donde estuviese, que me hacía pensar en ella. Y ahora, todo ello estaba tan solo al alcance de mi mano.

Me descubrí mirando un verde prado a través de la conocida ventana. No supe cuánto tiempo había pasado. Cuando logré salir a la superficie de mis ensoñaciones me atreví a echar un vistazo al vagón en el que me hallaba. Allí no había ninguna cara conocida. Se había marchado, y con ella, quizá la última ocasión de sacar la carta ganadora. Es posible que ella hubiera salido aprisa de aquel viejo vagón de metro o que, simplemente, nunca hubiera entrado. Si fue realidad o solo un producto de me imaginación, nunca lo supe. Una vez más me había sumergido en un pasado que nunca iba a volver. Un lastre que no sabía cómo dejar atrás. Una vez más estaba en aquel vagón esperando a alguien que nunca llegaría, ni siquiera una misiva que anunciara un final trágico. Nada.

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