domingo, 8 de febrero de 2015

Amanece en Manchester (II)

Escuché una vez, en boca de una persona a la que admiro a raudales, que los climas grisáceos y lúgubres son mucho mejores que los soleados y cálidos. Cuando vives en lugar como Manchester, siempre gris, siempre repleto de nubes oscuras que inundan su cielo, aprendes a valorarlo. En una ciudad desprovista de sol puedes estar triste sin ningún pretexto. Puedes ser todo lo taciturno que quieras sin tener que dar explicaciones. Viviendo en en el sur de Andalucía da la sensación de que siempre tienes que estar alegre y radiante; y si no lo haces la gente te pregunta: "Eh, ¿por qué estás así con el día tan bonito que hace?". En el Reino Unido nadie te preguntará eso nunca. Puedes recluirte en lo más profundo de ti mismo, con la discografía de Los Planetas o The Killers en bucle, sonando día tras día, y nunca nadie te juzgará.



Todo ocurre por alguna razón. Una frase usada y desgastada hasta la saciedad pero que su constante repetición no hace que pierda valor o sentido. Cuando te embarcas en una aventura de tal calibre, es inevitable que los primeros días sondees todo lo que te rodea. Juzgas tu entorno, piensas en el cúmulo de circunstancias que te han llevado hasta ese punto e incluso pones en entredicho tu decisión. En el momento en el que rompes la frontera de la distancia entras en una constante autoevaluación que, en muchas ocasiones, te conduce hacia la tristeza, la nostalgia y el malestar.

Nostalgia. Ese término que puede significar añoranza, echar de menos lo que no somos, incluso dolor por una herida sin cicatrizar. Pero todo ello es parte del aprendizaje. Es un eslabón más de esa cadena que significa llegar a conocernos un poco más a nosotros mismos. Ese proceso que implica exigirnos un poco más y llegar a donde un día ni siquiera nos imaginamos. Pones un pie fuera de tu zona de confort y todo es más difícil. Difícil pero no imposible. No es más que la enésima prueba que tenemos que afrontar en nuestro crecimiento.

Una vez superados esos primeros días de desconcierto empiezas a percibir las pequeñas compensaciones que una nueva vida te puede llegar a ofrecer. Conoces a gente nueva y maravillosa. Personas que le dan a tu vida un empujón anímico y que te conducen a pensar por primera vez que esto ha merecido la pena. Que no eres un insensato sino simplemente alguien que se atrevió a testar sus límites en beneficio de una satisfacción personal que lo justifica todo. Ves lugares con los que siempre soñaste. Sitios que llevas viendo en televisión o en fotografías desde que tienes uso de razón. Y ahora estás ahí, junto a ellos, formando parte de un único contexto, de un todo.

No voy a decir que fuera fácil. Desde que cierras tu maleta y te adentras en la inmensidad de un aeropuerto en hora punta todo tiene un significado especial. Quizá ese sea uno de los lugares más transitados de cada país, pero que sin embargo, insuflan una soledad inigualable en tus pulmones. Te recubren con un manto de incertidumbre del que difícilmente puedes zafarte a corto plazo. Pero lo acabas haciendo. Acabas sintiendo que todo tiene sentido. Que puedes disfrutar de un día gris y lluvioso como cualquiera. Aprendes a convivir con el clima como si de un estado de ánimo se tratase. Pero también aprendes a disfrutar de los ansiados rayos de sol que muy de vez en cuando se cuelan entre el entramado de densas nubes. Y así, sin darte cuenta, te pruebas a ti mismo con éxito. Consumas una etapa más esperando con ansias la siguiente. No importa si a partir de aquí las cosas son más fáciles o más complejas que esa primera vez, lo único que tiene importancia es que a buen seguro, merecerá la pena.

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